José Antonio Herrera Márquez
TOULMINN. ¿QUÉ PROBLEMA PLANTEA LA MODERNIDAD?
Hay que replantearse la cuestión de cómo surgió la
modernidad. Se pregunta si no habría que poner el inicio en los argumentos
escépticos de Montaigne más que en el método de la duda sistemática de
Descartes. Ve la urgencia de reapropiarnos de la sabiduría de los humanistas
del siglo XVI y desarrollar un punto de vista que combine el rigor abstracto y
la exactitud de la nueva filosofía del siglo XVII con una preocupación práctica
por la vida humana en sus aspectos más concretos.
Es importante esta mirada atrás porque nuestra forma
de ver el pasado nos influye en nuestra actitud para afrontar el futuro. Las
creencias que configuran nuestra visión histórica representan nuestro horizonte
de expectativas. Este horizonte delimita el campo de acción en el que, en un
determinado momento, nos parece posible, o factible, cambiar los asuntos
humanos y decidir cuál de nuestras metas más preciadas se puede llevar a la
práctica.
La modernidad como tal está tocando a su fin. Pero,
para poder configurar hoy un horizonte de expectativas razonable y realista,
debemos empezar reconstruyendo el relato de las circunstancias en las que se
gestó el proyecto moderno, así como los presupuestos filosóficos, científicos,
sociales e históricos en que éste se basó y la subsiguiente secuencia de
episodios que ha conducido a nuestra encrucijada actual.
Los críticos sitúan el nacimiento de la era moderna
entorno a las primeras décadas del siglo XVII, pero Toulmin la va a situar en
el siglo XVI. Todos convienen en que los sedicentes nuevos filósofos del siglo
XVII fueron los responsables de nuevas maneras de pensar sobre la naturaleza y
la sociedad. Obligaron al mundo moderno a razonar sobre la naturaleza de una
manera nueva y científica, y a utilizar métodos más racionales para abordar los
problemas de la vida humana y la sociedad. Su obra supuso, pues, un punto de
inflexión en la historia europea y merece que se la considere como el verdadero
punto de arranque de la modernidad.
Descartes inicia el estilo de la filosofía moderna,
centrada en la teoría. En filosofía se puede sostener que la modernidad es algo
ya pasado y finiquitado. Tras el trabajo destructivo de Dewey, Heidegger,
Wittgenstein y Rorty, la filosofía tiene unas opciones bastante limitadas,
opciones que se reducen básicamente a tres posibilidades: puede aferrarse al
desacreditado programa de investigación de una filosofía puramente teórica (es
decir, <<moderna>>), o puede volver a sus tradiciones anteriores al
siglo XVII y tratar de recuperar los temas perdidos
(<<premodernos>>) que fueron desechados por Descartes, pero que
pueden resultar muy útiles en el futuro.
La originalidad del trabajo de los científicos del
siglo XVII en el campo de la mecánica y la astronomía es más real e importante
que nunca. Pero cualquier suposición de que sus éxitos fueron el resultado de
sustituir el peso medieval de la tradición y la superstición por un método
racionalmente autojustificador es cerrar los ojos a la evidencia y a una
necesaria matización ante una secuencia de acontecimientos compleja.
La tesis heredada daba por sentado que las
condiciones políticas, económicas, sociales e intelectuales de Europa
occidental mejoraron radicalmente a partir de 1600, lo que alentó y propició el
desarrollo de nuevas instituciones políticas y métodos de investigación más
racionales. Pero esta suposición está cada vez más cuestionada. En la década de
los treinta creíamos que la filosofía y la ciencia del siglo XVII eran producto
de la prosperidad; pero esa creencia ya no aguanta un análisis mínimamente
serio. Los años que van de 1605 a 1650, lejos de ser prósperos y gratos, se ven
ahora como los más ingratos, y hasta como los más frenéticos, de toda la
historia europea. Así pues, en vez de considerar la ciencia y la filosofía
modernas como un producto de un tipo de vida ociosa, hay que poner patas arriba
la visión heredada y considerarlas como las respuestas que encontró una
sociedad a la crisis en que se vio inmersa. También creíamos que, después de
1600, el yugo de la religión fue más ligero que antes, cuando lo cierto es que
la situación teológica había sido menos onerosa a mediados del siglo XVI de lo
que sería entre 1620 y 1660.
Cuando cotejamos la cultura laica del XVII con los humanistas
del siglo XVI, con escritores como Erasmo de Rotterdam, Montaigne, Francis
Bacon, Rabelais, Shakespeare, se nos antoja bastante difícil sostener que esa
cultura laica de la modernidad fue producto exclusivo del siglo XVII. El
Renacimiento fue a todas luces una fase pasajera en la que germinaron y se
desarrollaron las semillas de la modernidad, sin alcanzar ese punto en el que
resultaron ser una amenaza, o algo peor, para las estructuras vigentes de la
sociedad política.
En vez de centrarnos exclusivamente en la primera
fase del siglo XVII, aquí podremos preguntarnos, pues, si el mundo y la cultura
modernos tuvieron en realidad dos orígenes distintos en vez de uno solo, el
primero de los cuales (la fase literaria o humanista) habría precedido al
segundo en un siglo aproximadamente. Si seguimos esta sugerencia, y
retrotraernos los orígenes de la modernidad a los últimos autores renacentistas
de la Europa septentrional del siglo XVI, descubriremos la segunda fase, es
decir, la científica y filosófica, a partir de 1630, una fase que lleva a
muchos europeos a volver la espalda a los temas más dominantes de la primera
fase, es decir, la literaria o humanista.
En el Renacimiento, la recuperación de la historia y
la literatura antiguas contribuyó poderosamente a intensificar su sensibilidad
hacia la diversidad caleidoscópica y la dependencia contextual de los asuntos
humanos. Las distintas variedades de la falibilidad humana, antes no tenidas en
cuenta, empezaron a ser ensalzadas como consecuencias maravillosamente
ilimitadas del carácter y la personalidad del ser humano. Era mejor suspender
el juicio en asuntos de teoría general y esforzarse por conseguir una visión
profunda tanto del mundo natural como de los asuntos humanos, tal y como se nos
aparecen en la experiencia real. Este respeto por las posibilidades racionales
de la experiencia humana es algo que hay que poner en el haber de los
humanistas del Renacimiento; pero éstos tuvieron también una conciencia
especial de los límites de la experiencia humana. Enseñaron a los lectores la
lección de que las teorías filosóficas superan los límites de la racionalidad
humana.
Debemos aceptar la diversidad de opiniones con un
espíritu de tolerancia. Tolerar la pluralidad, ambigüedad o falta de certeza
resultantes no es ningún error, y mucho menos un pecado. Si nos paramos a
reflexionar, veremos que éste es el precio que tenemos que pagar por ser seres
humanos, y no dioses.
A lo largo del siglo XVII, esta visión tan
interesante fue perdiéndose poco a poco. Se fue pasando de lo oral a lo
escrito; de lo particular a lo universal; de lo local a lo general; de lo
temporal a lo atemporal.
-De lo oral a lo escrito. El programa de
investigación de la filosofía moderna postergó, así, todas las cuestiones sobre
la argumentación- entre personas concretas en situaciones concretas, acerca de
casos concretos y allí donde hay varias cosas en juego –a favor de pruebas que
podían ponerse por escrito, y juzgarse también en cuanto escritas. Después de
la década de 1630, la tradición de la filosofía moderna en Europa occidental se
centró en el análisis formal de cadenas de enunciados escritos más que en los
méritos y defectos concretos de una manifestación persuasiva. En esta
tradición, la retórica deja paso a la lógica formal.
-De lo particular a lo universal. Henry More y los
platónicos de Cambridge consiguieron que la ética entrara a formar parte de la
teoría abstracta general, divorciada de los problemas concretos de la práctica
moral; y, también desde entonces, los filósofos modernos en su conjunto han
venido sosteniendo que- al igual que el Bien y la Libertad, o que el Espíritu y
la Materia –lo Bueno y lo justo se deben conformar a unos principios
atemporales y universales, al tiempo que consideraban afilosóficos o poco
honrados a cuantos escritores se centraban en casos concretos, o en casos
marcados por determinadas circunstancias.
La filosofía moral moderna no se interesaría ya por estudios de casos
concretos o discriminaciones morales concretas, sino por los principios
generales y globales de la teoría ética. En una palabra, que los casos
concretos dejaron paso a los principios generales.
-De lo local a lo general. Descartes decía que
<<la historia es como viajar por el extranjero. Amplía la mente, pero no
la profundiza>>. Descartes dejó bien claro que la verdadera comprensión
filosófica nunca resultaba de acumular experiencia de determinados individuos o
casos específicos. Las exigencias de la racionalidad hacían que la filosofía
tuviera que buscar ideas y principios abstractos y generales, capaces de
englobar e iluminar los casos particulares. Pero la tarea del filósofo
consistía en descubrir principios generales de salud política ocultos bajo las
idiosincrasias locales, con objeto de arrojar luz sobre las cosas que hacen que
una ciudad sea saludable o funcione bien. Cuando los filósofos modernos
despacharon la etnografía y la historia con el calificativo despectivo de
irrelevantes para la investigación verdaderamente filosófica, excluyeron de su
quehacer particular toda una serie de cuestiones que habían sido reconocidas
anteriormente como tema legítimo de investigación. Es decir, que a partir de
entonces la diversidad concreta dejó paso a axiomas abstractos.
-De lo temporal a lo atemporal. Todos los problemas
de la práctica del derecho y la medicina son temporales. Se refieren a unos
momentos específicos en el tiempo: ahora y no después, hoy y no ayer. En dichos
problemas, el tiempo es esencial, y, según la formulación de Aristóteles, se
dilucidan según lo exija la ocasión. Las cuestiones sobre la temporalidad de
las decisiones y acciones, o de las declaraciones y argumentaciones, habían
sido los asuntos básicos de la filosofía precedente. Para los eruditos del
siglo XVI, el modelo del quehacer racional no era la ciencia, sino el derecho.
Cien años después, las tornas han cambiado por completo. Para Descartes y sus
sucesores, las cuestiones temporales no tienen ninguna importancia para la
filosofía; por eso se esfuerzan por sacar a la luz las estructuras permanentes
que subyacen a todos los fenómenos cambiantes de la naturaleza. A partir de la
época de Descartes, la atención se centra en principios atemporales que rigen
para todas las épocas por igual, de manera que lo transitorio deja paso a lo
permanente.
Estos 4 cambios mentales eran distintos; pero,
tomados en su contexto histórico tenían mucho en común, y el resultado global
sobrepasó lo que podría haber producido uno de ellos por sí solo. Todos
reflejaron un abandono histórico de la filosofía práctica, que se alimentaba de
la medicina clínica, la práctica judicial y el análisis de casos morales
concretos, o, si se quiere, de la fuerza retórica del razonamiento oral, en
aras de una concepción teórica de la filosofía. Se pasa de una filosofía
práctica a una filosofía teórica.
Al desvincular la racionalidad y la lógica de la
retórica y las emociones, estamos siguiendo sin saberlo la agenda básica de la
filosofía moderna. La epistemología no sólo aborda cuestiones intelectuales,
sino también morales. Los conceptos abstractos y los argumentos formales, así
como las ideas y las proposiciones intuitivas, no son el único tema de estudio
para el filósofo; antes bien, éste puede ocuparse de la totalidad de la
experiencia humana de manera variada y concreta. Éstas son las lecciones que
sacamos de los humanistas, unas lecciones que están en las antípodas de un
racionalismo que pone tierra de por medio entre las emociones y la razón y nos
sume, en definitiva, en un escapismo moral. Al tratar los sentimientos como
meros efectos de procesos causales, nos los quita de las manos y nos exime de
toda responsabilidad: lo único de lo que somos racionalmente responsables (al
parecer) es de pensar correctamente.
El contraste entre la modestia práctica y la
libertad intelectual del humanismo del Renacimiento, de un lado, y las
ambiciones teóricas y restricciones intelectuales del racionalismo del siglo
XVII, del otro, es un factor determinante para nuestra versión revisada de los
orígenes de la modernidad. El gambito de salida de la filosofía moderna no
coincide, así, con el racionalismo descontextualizado de Descartes, sino con la
reformulación que hace Montaigne del escepticismo clásico en su Apología, en la que tantas
anticipaciones de Wittgenstein encontramos. Es Montaigne, y no Descartes, quien
juega, y sale, con blancas. Los argumentos de Descartes son la respuesta de las
negras a este movimiento.
La modernidad tuvo dos puntos de partida distintos:
uno humanista, fundado en la literatura clásica, y otro científico, basado en
la filosofía natural del siglo XVII. En nuestra versión revisada del paso de la
primera fase de la modernidad a la segunda, debemos tener en cuenta que nos las
vemos con un período de cincuenta años escasos.
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