CRÍTICA Y PROPUESTA ALTERNATIVA DE PEIRCE AL CARTESIANISMO
Por José Antonio Herrera Márquez
Peirce lleva a cabo una crítica constructiva del
cartesianismo. Lo primero que nos dice es que no podemos empezar dudando de
todo como pretende el cartesianismo, pues tenemos que empezar con todos los
prejuicios que ya tenemos. Estos prejuicios no pueden disiparse, porque no
pensamos que puedan cuestionarse. Nos dice que ese pretendido escepticismo
inicial es algo artificial. Y hay que rechazar la duda artificial, no se duda
porque sí, la duda ha de ser razonable.
El segundo problema que ve Peirce en el cartesianismo es el
del criterio de claridad y distinción. Si todo lo que vemos de forma clara y
distinta, todo lo que es claro y distinto para nuestra conciencia, fuera
verdad, convertiríamos a los individuos singulares en jueces absolutos de la
verdad, y esto no es nada bueno. El individuo cartesiano termina aislado del
mundo, aislado del resto de individuos. La certeza hay que buscarla en la
comunidad con los otros, no de manera individual. El impulso social es
demasiado fuerte en el hombre para suprimirlo, el método no debe fijar la
creencia individualmente, sino en comunidad. Es importante la comunicabilidad,
la publicidad. La comunicabilidad del signo es muy importante, ya que en la
comunidad, el individuo puede innovar con un argumento porque gracias a esta
comunicabilidad del signo, los otros lo entienden o podrían llegar a
entenderlo. La innovación es comunicable porque se está pensando en signos, y
porque estos signos son comunicables.
La conciencia es un hecho, no una verdad. El signo hace
posible la conciencia. La claridad de la conciencia puede estar equivocada,
porque se ha formado en la interacción con otras conciencias, y esta
interacción está mediada por el signo. La conciencia es un resultado de nuestra
relación con los signos. El hombre es un ser social, y, por ello, la mente
consciente humana se hace en la interacción comunicativa, y no en su
autorregulación individual separada del mundo. La conciencia, por tanto, puede
formarse mal, no es absoluta. Hay una construcción semiótica de la conciencia
comunicable: sólo conocemos a través del signo, por mediación del signo; y el
signo es lo que una persona dice para otra persona. Todos los signos tienen una
relación triádica: alguien dice algo para otro alguien; es decir, el hablante
dice algo de un objeto para un interpretante. El signo tiene implícito el
interpretante siempre: A quiere decir B para C (donde A es el signo, B es el
objeto representado, y C el interpretante). Cabe decir aquí que el
interpretante y el intérprete no tienen porqué coincidir: el intérprete es la
persona física que hace una interpretación; mientras que el interpretante es el
punto de vista o signo desde el que se hace esa interpretación. El
interpretante es un signo por el cual vemos que otro signo es el signo de una
cosa (objeto). No tenemos ninguna capacidad de pensar sin signos. En el
cartesianismo se da la presencia del objeto como signo de sí mismo, pero en
Peirce el objeto no es signo de sí mismo, sino que hay un signo exterior a él
que lo representa.
Otro de los puntos de discordia con el cartesianismo es el
de los principios. Peirce piensa que la filosofía debe partir sólo de premisas
tangibles que puedan someterse a un cuidadoso escrutinio, y confiar en la
multitud de sus argumentos. La verdad es una hipótesis formulable a partir de
unos hechos comprobables. La percepción nos lleva a crear juicios perceptivos,
que son juicios hipotéticos que hacemos de los objetos percibidos. Primero
tenemos sensaciones de los objetos, luego reaccionamos ante las sensaciones que
hemos tenido de los objetos, después tenemos consciencia de las reacciones que
hemos tenido de esas sensaciones de los objetos, y no de las sensaciones
mismas, y, por último, nos pronunciamos acerca de los objetos. Todo nuestro
conocimiento del mundo interno se deriva de nuestro conocimiento de los hechos
externos por razonamiento hipotético, por tanto, no tenemos ningún poder de
introspección, es decir, no tenemos ninguna posibilidad de acceso directo y no
mediado a la realidad.
No tenemos ningún poder de intuición, según Peirce, sino que
toda cognición está lógicamente determinada por cogniciones previas. No es
necesario suponer una autoconsciencia intuitiva, pues la autoconsciencia puede
ser fácilmente el resultado de una inferencia. Para defender esto, Peirce nos
expone cómo piensa él que aparece la autoconsciencia en los niños. Expone un
ejemplo:
- Un niño
oye decir que la estufa está caliente. Pero no lo está, dice él; y, en efecto,
ese cuerpo central no la está tocando y sólo lo que toca está caliente o frío.
Pero él la toca y encuentra confirmado el testimonio de una manera
impresionante. Así, se hace consciente de la ignorancia y es necesario suponer
un yo en el que la ignorancia puede ser inherente. De este modo, el testimonio
proporciona el primer atisbo de autoconsciencia.
En resumen, el error aparece y sólo puede explicarse
suponiendo un yo que es falible. La ignorancia y el error son todo lo que
distingue nuestros yoes privados del ego absoluto de la percepción pura.
Además toda filosofía idealista presupone algo último
absolutamente inexplicable, pero suponerlo no es explicarlo, y por ello este
supuesto nunca es aceptable. No tenemos ninguna concepción de lo absolutamente
incognoscible, y no podemos tenerla puesto que todas nuestras concepciones se
obtienen por medio de abstracciones y combinaciones de cogniciones que se dan
primero en juicios de experiencia.
Peirce echa por tierra el dualismo cartesiano: los elementos
no pueden separarse porque no son discontinuos (como decía el cartesianismo),
sino que sólo pueden separarse abstractamente, a través de la prescisión. Aquí
influye la teoría evolutiva en el pragmatismo de Peirce, estableciendo que hay
una continuidad entre los elementos. La teoría evolutiva, establece que en la
continuidad de la evolución pueden surgir los cambios.
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